lunes, 1 de diciembre de 2014

(Karen Gaytan)

Historia del ballet en Chile*
La trayectoria del ballet en nuestro país no ofrece momentos de extraordinario relieve, pero presenta sí ciertas peculiaridades que la hace diferir de movimientos análogos en países europeos y americanos. La realidad de este arte en 1960 ­año del sesquicentenario de nuestra Independencia­, muestra a un grupo con 18 años de vida: el Ballet Nacional Chileno, de interesante línea estética y sólido prestigio dentro y fuera del país. Junto a él, comienza a perfilarse, desde hace más de un año, un conjunto joven, el Ballet de Arte Moderno, que viene a complementar la labor del grupo universitario y que se ha transformado en cuerpo estable del Teatro Municipal, subvencionado por la I. Municipalidad.
Un progresivo número de compañías y solistas extranjeros llegan hasta nuestro Teatro Municipal y, en 1960, los conjuntos estables han recibido, en calidad de artistas huéspedes, a varios conocidos artistas coreógrafos y maitres de ballet extranjeros. Crece, día a día, el interés del público por este arte y las academias particulares proliferan al amparo de este desarrollo. Compañías particulares llevan una vida esporádica pero valiente, como el Victory Ballet y el Ballet Experimental.               Sin duda, el presente es, en muchos sentidos, auspicioso y su innegable florecimiento es el producto de todo un pasado histórico, cuyas características básicas señalaremos en este ensayo.
Esta larga etapa comprende las manifestaciones aisladas surgidas del acervo nacional en forma de bailes populares y de salón que en diversos períodos de nuestra vida cívica han adquirido especial relieve. Los orígenes de tales danzas pueden encontrarse en Chile, en la época de la Colonia, con su doble fuente: las danzas religiosas araucanas (los ngillatunes o purums) y las danzas procesionales de los conquistadores. Ambas corrientes se fusionan y dan origen a ceremonias como las de celebración de Corpus Christi, los bailes de los catimbaos y de las cofradías de chinos, alféreces de Quillota, Olmué, Andacollo e Isla de Chiloé, ya en el siglo XVIII y que, en algunos casos, se mantiene hasta nuestros días.
En los albores de la Independencia, el criollo ya ha concedido carta de ciudadanía a algunos bailes de raíces hispanas, peruanas y, más tarde, argentinas. Las festividades y sucesos de interés colectivo son solemnizados por la diversión favorita, el baile en sitios al aire libre, plazas y ferias, o bien en los elegantes salones de aquellos años. Encontramos, entonces, dos formas bien definidas de bailes, los populares y los aristocráticos, que constituían uno de los mayores esparcimientos de los elegantes de esos años.
Los mejores salones de aquella época supieron de bailes como el paspié, el churrirín, minuet, gavota, contradanza; años después la compleja cuadrilla y, por último, el galante vals. Estos bailes serios, ceremoniosos, diferían notoriamente, en los primeros tiempos, de las danzas populares, de chicoteo o picarescas, entre las cuales destacaban, el abuelito, los coloniales fandangos, el bolero, la fantástica cachucha, la revoltosa, jurga, la solita, la coqueta cachupina, el cuando y la popularísima zamacueca.

Desde el Perú, que en esos siglos tenía un ambiente más liberal que el nuestro, llegó a los salones santiaguinos la lujuriosa zapatera que hizo verdadero furor antes de ser puesta en estricta prohibición por la Iglesia y junto a ella hicieron su aparición, también, la zamba y el gallinazo. El aporte argentino se hizo sentir a través de las tropas del Ejército Libertador que puso de moda la sajuriana, el pericón, la perdiz y el encantador cielito. Este último alcanza tal popularidad, que se transformó en número obligado en todos los festejos colectivos y en las ceremonias de interés general. Posee, además, una fuerte dosis de elementos teatrales y escénicos, factores que explican el que muy pronto subiera al escenario, junto con la zamacueca, creando el eslabón entre lo espontáneo y lo elaborado o danza teatral. Entre los años 1820 y 1840, los Cañetes se hacen famosos en este género. En 1839, don José Joaquín de Mora propone al Gobierno la creación de una Escuela de Baile, con fines tanto pedagógicos como moralizantes.

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